Sobre el piso de cemento de la plaza de la avenida Aparicio Saravia y Enrique Castro hay siete letras construidas con tubos de plástico que forman la palabra “Marconi”. Es el 5 de agosto de 2022, cae la tarde de invierno y la mayoría de la gente circula por el barrio con el único pretexto de cumplir con los quehaceres cotidianos. Algunos se bajan de los ómnibus con el peso de la jornada en los hombros, otros entran y salen de los almacenes, un par de niños juegan en la plaza.
El tiempo avanza, la luz se atenúa y llega la noche. A las 20:50 se oyen disparos, algo usual en este barrio herido por la delincuencia. Dos bandas criminales se enfrentan a cuatro cuadras de la plaza central del Marconi. En ese momento, Micaela Pereira, de 29 años, va hacia el trabajo junto con su hermana y Gabriel Melgarejo, de 25, sale de un almacén en dirección a su casa. No les da el tiempo para escapar de la situación y dos balas perdidas impactan en los cuerpos de ambos jóvenes.
Este doble homicidio estremeció a los residentes de la zona, que se unieron en una movilización para pedir justicia por las víctimas inocentes. Niños, jóvenes, madres con bebés en brazos y personas mayores recorrieron el barrio, aplaudiendo y exhibiendo carteles. La marcha fue organizada por el colectivo vecinal Casavalle de a Pie y, en aquella instancia, su representante, Alejandro Andrada, dijo a los medios: “Entendemos que hay que apostar al diálogo porque no se apaga el fuego con nafta. Hay que poner paños fríos a esta situación para terminar con la violencia”.
Con esa idea en mente, los vecinos organizados pidieron al Ministerio del Interior una respuesta más incisiva que garantizara la seguridad de las personas trabajadoras del barrio. Pero una de las instancias de diálogo clave para el sistema de seguridad no tuvo lugar: a pesar de que los dos asesinatos ocurrieron en un horario en el que había gente en la calle, el fiscal de Homicidios de 1° Turno, Carlos Negro, no cuenta con testigos oficiales. “El barrio sabe quiénes son y nosotros también sabemos”, dice el fiscal, pero en los seis meses que lleva la investigación nadie quiso declarar en fiscalía. Los sospechosos, según la información que aportó la fuerza policial, son un adolescente de 16 años y dos adultos, pero el único detenido hasta el momento fue el menor.
Por más que haya gente que informalmente dé los nombres de los supuestos criminales, conocidos en el barrio, la causa penal no puede avanzar sin testigos y el fiscal no cuenta con otras pruebas. En este caso no se obtuvieron evidencias forenses en la escena del crimen, no se recuperó el arma y tampoco se cuenta con material fílmico por la ausencia de cámaras de seguridad en esa cuadra.
De los 383 homicidios que ocurrieron en 2022, el 51% se resolvieron y culminaron con la condena de los responsables, mientras que en 2021, cuando hubo un total de 306 homicidios, el porcentaje de esclarecimiento fue del 50%. En 2020 se resolvió el 57% de los asesinatos y en 2019, 53%. Tanto el fiscal Negro como las otras dos fiscales de Homicidios, Mirta Morales y Adriana Edelman, indican que uno de los factores que influye en el fracaso de gran parte de las investigaciones es la falta de testigos.
Cuando se trata de aportar información que pueda comprometer a criminales que dominan algunos barrios periféricos de la capital, son pocos los vecinos que se animan a declarar ante la Justicia. Y así se repite un círculo vicioso: ocurre un homicidio, nadie denuncia ni oficia como testigo por miedo a las represalias, los delincuentes continúan operando y las bandas vuelven a ejercer violencia. El aumento de homicidios en Uruguay es una tendencia desde hace 18 años, según los informes que publica anualmente el Ministerio del Interior.
Aunque el diálogo entre la fiscalía y los vecinos de los barrios más afectados no es frecuente, donde sí se corre la voz es en el boca a boca. Ahí se ventila la angustia frente a tanta inseguridad y se comentan nombres, apellidos y vínculos entre los delincuentes. La tragedia se convierte en chisme mientras la impunidad crece.
Al día siguiente del doble homicidio en el Marconi, algunos residentes ingresaron al almacén que está en frente a la plaza de las letras de plástico y, entre pedido y pedido, le contaron todo lo que sabían al matrimonio que atiende en el comercio, que prefirió no revelar sus nombres para este reportaje. Los vecinos les comentaron los detalles en voz baja y cuidándose la espalda. A los vendedores y a los compradores los separa una reja, que el matrimonio se vio obligada a colocar luego de que los rapiñaran dos veces. De todos modos, entre las distintas medidas de seguridad, jamás pensaron en colocar cámaras. Porque si ocurriera algún delito en su calle –tanto si fueran ellos las víctimas como si no–, la policía tocaría la puerta del comercio para pedir las filmaciones y, según la pareja, entregar los videos te convierte en “cómplice de los milicos”.
En un barrio en el que todos se conocen, un paso en falso puede acarrear consecuencias graves, por lo que el mecanismo de seguridad que ofrece más garantías parece ser el silencio. A eso es a lo que recurre la dueña, de 71 años, de otro almacén de la zona. La mayoría del espacio de su comercio lo ocupa una heladera que exhibe todos los suministros a la venta, pero detrás del mostrador también hay una sala de comedor donde los dueños se sientan a mirar el informativo matutino. Al ingresar, la vendedora, que prefirió mantener su nombre en reserva, se para de un salto. Nacida y criada en Marconi, ha visto cómo cada vez resulta más peligroso transitar las calles de su barrio, ahora saqueado por las bandas de traficantes. Pero a ella tampoco le importa mucho lo que hagan los delincuentes, salvo que toquen a su familia. Si alguien llegara a hacerle daño a alguno de sus hijos o nietos, la mujer jura que haría todo lo que estuviera a su alcance para ver a los responsables detrás de las rejas. Aunque si se trata de cualquier otro vecino, cree que es un triste sálvese quien pueda. Confiesa que ni siquiera llamaría al 9-1-1 si mataran a una persona en la puerta de su almacén.
Ante la escalada de violencia, muchos de los que viven en el Marconi eligen mirar hacia el costado. Un empleado de una gomería local, que se define a sí mismo como “ciego, sordo y mudo”, decidió no entrometerse con los que andan en negocios turbios. Sabe que los atiende, pero elige no indagar. Le es indiferente si arregla un auto chatarra o uno de alta gama. Mientras cuenta esto, un auto último modelo –blanco y recién lavado– frena en la entrada del taller y se oye el reggaetón retumbando contra los vidrios espejados. Al descender la ventanilla la música invade la rutina de un día de semana. Dos hombres recién salidos de la barbería le hacen señas al mecánico, que se aproxima al vehículo para chocar el puño con sus dos conocidos. Luego de ponerse al día durante unos minutos, la ventanilla sube, la música se atenúa y el caño de escape ruge mientras el auto desaparece a toda velocidad.
Caminar por la cornisa
“Los odio, los odio de verdad”, dice enfurecida María del Carmen Armas, una mujer de unos 70 años que vive en el Cerro. Su rabia está dirigida a un clan familiar que por varios años fue el más buscado por la policía y que estuvo en la portada de diarios al igual que en los titulares de los informativos. Se trata de Los Suárez, una banda encabezada por el narcotraficante Luis Alberto “Betito” Suárez Correa. Residían en Cerro Norte y a través de su poder fueron ganando más y más territorio. En muchos casos, a costa de la paz de los vecinos.
El grupo delictivo comenzó a reducirse cuando el “Betito” fue condenado a dos años y medio de prisión en 2021, luego de estar tras las rejas desde 2006 hasta 2018, y su medio hermano y mano derecha, Ricardo Cáceres Correa –conocido como “Ricardito”–, también fue encarcelado nueve años. Sin embargo, algunos miembros de menor jerarquía continúan rondando por el barrio y, según cuenta Armas, usurpan casas y continúan intimidando con saña a los deudores de sus bocas, lo que incrementa la violencia en toda la zona. El 1 de febrero de 2023, “Betito” quedó en libertad tras redimir su pena.
La mujer asegura que denunció más de diez veces a la banda criminal y, al ser testigo de la impunidad del grupo, decidió saltarse a la policía cuando a fines de 2021 se reunió con la fiscal de Estupefacientes, Mónica Ferrero y el director de Convivencia y Seguridad Ciudadana, Santiago González, para denunciar que la zona “está comprada”.
Cuando Sandra Lorena Suárez –hermana de “Betito” y “Ricardito”– fue detenida, María del Carmen incluso se ofreció para declarar y aportar toda la información que tenía sobre la familia. Detalló nombres, domicilios, vehículos y roles que cumplen todos los integrantes de la banda. Según dice, es la única que se animó a ponerles un freno a esta familia de delincuentes. “Acá no habla nadie, nadie, nadie”, enfatiza.
En febrero de 2022, alrededor de las 2:00 de la madrugada, integrantes de la banda criminal que aún están libres le apedrearon la casa con cascotes. No le rompieron los vidrios porque poco antes había asegurado las ventanas con rejas, pero el impacto de los restos de escombro destrozó la fachada de la vivienda. Incluso le rompieron el contador de la luz. Las pedradas no fueron el final: María del Carmen y su familia están hoy amenazados de muerte por Alejandro Cáseres, alias el Rengo del Brujo, y por su hermano Wilson Cáseres, alias el Monito, por haber aportado información al Ministerio del Interior. La advertencia se reitera semana a semana, con insultos en la calle y motociclistas que circulan alrededor de su casa en altas horas de la noche.
Cuando el fiscal de Corte Juan Gómez se enteró de las represalias, le ofreció una nueva vivienda a la familia de Armas como parte del Programa de Protección Especial para Víctimas y Testigos de Delitos, que existe desde que en 2017 entró en vigencia el actual Código del Proceso Penal (CPP). La relocalización tenía la intención de evitar otro ataque, pero la denunciante se negó a irse porque la construcción de su casa le significó un gran sacrificio económico y tampoco quiso decirle adiós a su barrio de toda la vida. Además, les dijo a las autoridades que salir del Cerro no le iba a garantizar ningún tipo de seguridad porque el poder de Los Suárez ya se había extendido a todo Montevideo.
Fernando Romano, fiscal de Flagrancia de 9° Turno, fue el encargado de indagar el caso de María del Carmen por amenazas y violencia privada agravada y explicó que la investigación no logró avanzar porque no se identificaron a las personas que tiraron los cascotes, ni siquiera la policía pudo recabar pruebas.
Al conversar con los vecinos del Cerro, por lo menos cuatro residentes aseguran que la banda tiene más poder desde adentro del Penal de Libertad que desde fuera. Por las calles del barrio que mira al Río de la Plata circulan los informantes, administradores, sicarios y cómplices que no dudan en ejercer la violencia para que Los Suárez no pierdan la posición que alcanzaron.
“Están todos presos, pero es como si estuvieran acá. Existe solamente la ley de ellos”, dice la única vecina del Cerro que accedió a ser identificada en este reportaje.
El subsecretario del Ministerio del Interior, Guillermo Maciel, explica que la relocalización de testigos, tarea de la que se ocupa la Unidad de Víctimas y Testigos de la fiscalía, es algo muy complejo en Uruguay. Lo compara con las posibilidades que hay en Estados Unidos, donde es posible realojar a un testigo que vive en Nueva York en una vivienda a miles de kilómetros ubicada en California; dice que así es “imposible” encontrarlo entre más de 300 millones de habitantes. Pero en Uruguay “nos conocemos todos”, apunta Maciel, y dice que suele suceder que una cara nueva en un pueblo o ciudad del interior suscita interrogantes por parte de los vecinos. Además, señala que son los propios testigos los que –en su mayoría– no quieren ser relocalizados porque pocas personas están dispuestas a que les cambien el domicilio e inclusive el nombre.
En 2022, a partir del trabajo de la Unidad de Víctimas y Testigos, seis familias fueron relocalizadas a otros barrios, en algunos casos de otro departamento. En 2021, por otra parte, hubo nueve relocalizaciones en todo el país, en 2020 fueron ocho y en 2019 el total fue 17, según datos de la fiscalía.
La Unidad de Víctimas y Testigos es el organismo que, junto con el equipo fiscal, se ocupa de evaluar el riesgo de los implicados en un delito, tanto las personas que lo sufrieron como quienes lo vivieron en calidad de testigos. Esta evaluación es la que les permitirá determinar si los involucrados necesitan asistencia psicológica permanente, si en el momento de declarar lo deberían hacer en sus domicilios en vez de en la fiscalía (por la tensión que supone el ambiente), o si es necesario que abandonen sus hogares por algunos días por el riesgo que corren. Las secuelas del delito son diferentes en cada persona.
Si se evalúa que el testigo tiene un riesgo medio o medio alto por el tipo de crimen que presenció, entonces la comunicación por asuntos de seguridad entre esa persona con la policía y la fiscalía se afianza. Si bien la situación puede estar controlada, de un segundo a otro el testigo puede sufrir algún tipo de represalia por parte de los cómplices de los delincuentes.
“Sé que estás buchoneando”, “supe que estuviste en el juzgado” o “te vi entrando a la Fiscalía” son algunos ejemplos de mensajes que les envían a los testigos por WhatsApp, según cuenta Magdalena Paladino, una de las integrantes del equipo de Dirección de la Unidad de Víctimas y Testigos.
Los técnicos insisten a los testigos que, frente a la mínima amenaza que reciban, den aviso a la policía y a la fiscalía. Muchas veces las personas relatan que estaban caminando por la calle y los venía “siguiendo un auto”, o hasta han llegado a plantear que “una moto desconocida” para por cuarta vez frente a su casa.
Las venganzas son fruto de la tensión entre quienes se valen de la impunidad y quienes quieren el esclarecimiento de los homicidios, sostiene Paladino. Los primeros tienen armas, cómplices escondidos y sicarios. Los segundos, solo la fuerza de su testimonio. “El sistema siempre sabe que hay gente que tiene información, pero tampoco la queremos victimizar”, reconoce la técnica. “Muchas veces el equipo fiscal llega a la zona del crimen y el posible testigo dice: ‘Estoy muerto de miedo porque me conocen, porque me vieron. La única persona que estaba en ese momento y en ese lugar era yo’”.
Decenas de hojas en blanco en la fiscalía
El 27 de agosto del 2022, una mujer de 61 años estaba mirando televisión en su casa un sábado de noche cuando recibió un disparo en la cabeza. En la vivienda, ubicada entre las calles Luis Bottaro y Pasaje H, del barrio Marconi, también estaban su hija y sus nietos. Cuando escucharon los disparos, que provenían del exterior, la hija corrió a la sala y vio a su madre tendida en el suelo con un abundante sangrado que emanaba de la cabeza. Desesperada, llamó al 9-1-1.
En medio de la noche silenciosa de invierno, sonaron las primeras sirenas. Entre tanta oscuridad resplandecía un rojo y azul eléctrico que al instante llamó la atención de los vecinos. Ver a varios patrulleros llegando a toda velocidad por lo general es una señal de que ocurrió una tragedia. Los vehículos de la policía estacionaron frente a la casa de la familia y, cuando los agentes ingresaron, se determinó que la víctima había fallecido.
Fue un homicidio que generó desconcierto en la zona porque los asesinados tienden a ser jóvenes y, en su mayoría, personas involucradas en la delincuencia. Era sorprendente que mataran a una empleada doméstica de 61 años sin antecedentes penales y con un círculo familiar alejado de lo criminal. El caso fue encargado a la fiscal de Homicidios de 3° Turno, Adriana Edelman, que informó que si bien se realizaron allanamientos y se tomaron declaraciones, todavía no hubo formalizados y tampoco hay testigos.
Según se supo a partir de una fuente de fiscalía, hay dos líneas de investigación del homicidio: represalias o un error. Por un lado, un informante de la policía dijo que la mujer de 61 años vio cómo un grupo de criminales incendiaron una vivienda, que al parecer era una boca de venta de droga, y llamó al 9-1-1. El asesinato entonces sería la venganza del grupo criminal, además de una señal para el resto del barrio: el que involucra a la policía, sea quien sea, tiene este final. Pero también existe otra teoría, que sostiene que el ataque en realidad estaba destinado a otra persona que se encontraba en la casa de al lado a la de la mujer de 61 años, un hombre que se mueve en el circuito de la venta de drogas y la delincuencia. La fuente de la fiscalía dijo que, de todas formas, esto “no quedó claro” y que por ahora no se pudo confirmar ninguna de las dos hipótesis.
Aunque los homicidios aumentaron un 25% en 2022 en comparación al 2021, la Unidad de Víctimas y Testigos atendió a 566 testigos en 2022, mientras que en 2021 fueron 976. En 2020 y 2019 fueron 1.099 y 477 respectivamente, según información que aportó la Fiscalía General de la Nación.
La falta de testigos es un “problema real”, sentencia la fiscal Edelman, y por eso cree que esta ausencia se debe suplir con otros métodos de investigación: filmaciones, pruebas científicas, más tareas de inteligencia de la policía y tecnología avanzada.
A esto apuntó el Ministerio del Interior con la compra de 2.800 cámaras, lo que fue anunciado en noviembre de 2022. Según el subsecretario Maciel esto será un “antes y un después” para el esclarecimiento de los homicidios porque, precisamente, 2.000 de estas cámaras se colocarán en Zona III y Zona IV, el lugar donde se concentran la mayoría de los asesinatos de Montevideo. La empresa con la que se realizó el convenio además tiene la obligación de reponer cada una de ellas en caso de vandalización, lo que soluciona el problema de la gran cantidad de cámaras averiadas que había en la capital, indicó el número dos de la cartera.
De todos modos, Maciel cree que hay otra forma de convencer a las personas para que oficien como testigos: la policía le debe explicar a quienes presencian los crímenes que el sistema cuenta con mecanismos y garantías para que ellos aporten información con el menor riesgo posible. Esto es algo que, según el jerarca de seguridad, muchas personas desconocen. Una de las posibilidades del sistema es ser testigo protegido, el mecanismo que aporta mayor seguridad. En esta modalidad los testigos declaran desde otra habitación del juzgado durante la audiencia y su declaración se transmite de forma virtual. Le dan la espalda a la cámara y su voz se emite de forma distorsionada. Así se preserva el anonimato. A su vez, los funcionarios judiciales firman un acuerdo de confidencialidad que les impide revelar los datos de los testigos y toda la información se coloca en sobres sellados.
Las declaraciones con identidad reservada, sin embargo, tienen menor valor a los ojos del juez. Incluso, algunos ni siquiera los tienen en cuenta para determinar la culpabilidad. Si la persona que se presenta para declarar como testigo tuviera la intención de vengarse del indagado, esta modalidad de testificar lo ayuda a construir un relato falso, explicó el fiscal Carlos Negro. Sería imposible condenar a 20 años de prisión a un homicida solamente contando con las declaraciones de testigos protegidos.
Negro establece que la problemática de los testigos reside en “el costo-beneficio” que tiene declarar. Los vecinos son conscientes de la importancia de aportar información, dice el fiscal, pero el temor los paraliza y siempre la vida de uno tiene mayor peso que la de los demás. Aunque se haga justicia y se logre condenar al homicida, sus hermanos, hijos o primos pueden estar esperando para desquitarse contra el delator. “No le podemos generar falsas expectativas a la gente diciéndoles que los vamos a proteger cuando, en realidad, a veces eso deja de estar a nuestro alcance”, plantea Edelman, y determina: “No es posible ponerle un policía al lado de por vida”.
Las grietas del sistema
El sociólogo Javier Donnángelo, director del Observatorio sobre Violencia y Criminalidad del Ministerio del Interior, es más contundente cuando se refiere a los testigos: cree que es el factor más importante para la aclaración de un homicidio. En Uruguay los casos que se resuelven por medio de pruebas forenses son una minoría ínfima, argumenta. Incluso, el subsecretario Maciel cuenta que las bandas delictivas se han profesionalizado de tal manera que existen personas encargadas de limpiar las escenas del crimen.
Para contrarrestar el miedo que reina entre los vecinos, Donnángelo afirma que la población debe confiar en las instituciones, debe creer en los policías, los fiscales y los jueces. “La gente tiene que sentir que la información que van a aportar no corre el riesgo de filtrarse”, apunta el experto. Se debe garantizar el hermetismo total del sistema. Sin embargo, reconoce que esto es “un objetivo a largo plazo”, implica un trabajo arduo en pos de mejorar la imagen pública de estas instituciones.
Peñarol fue el barrio de Montevideo que tuvo la mayor tasa de homicidios en 2022: en un solo año asesinaron a 16 personas. Oír que “se confundieron” y mataron a un joven de 18 años que iba en bicicleta o que “encontraron enterrado” a una persona que hace días estaba desaparecida, provocó un quiebre en esta comunidad.
“Me dicen que hubo un homicidio y es como si me dijeran que hubo un robo”, cuenta Damián Núñez, el dueño de un carrito de comida ubicado en el corazón del barrio. Tanto el joven como otras nueve personas entrevistadas aseguraron que su confianza en la policía es nula.
El barrio se convirtió en un “nido de bandas”, dice el joven de 23 años, un sitio dominado por los traficantes a quienes todos conocen de nombre, pero que difícilmente muestran su rostro a la luz del día. En Peñarol un sicario mata a los vigilantes de las bocas de droga, llamados “los perros”, y a las pocas horas está comiendo una hamburguesa en el carrito de Damián.
En menos de cinco meses mataron a cinco “conocidos” suyos. De jóvenes eran “pibes bien”, relata, uno de ellos incluso había ido a la escuela con él, pero al crecer por desgracia decidieron meterse en la zona tumultuosa del barrio –entre la droga, las armas y la sangre– y de ahí no se sale fácil.
Uno de los homicidios recientes que generó más impacto entre los residentes de Peñarol fue el que se conoció el 29 de octubre de 2022. Ese día, sobre el mediodía, una mujer de 56 años estaba limpiando la canaleta en las calles Marconi y Camino Edison, cuando vio que había una bolsa obstruyendo la boca de tormenta. Mientras la intentaba sacar apareció otra mujer, de 37 años, que vive en la misma cuadra y la vecina de mayor edad le pidió ayuda para extraer la bolsa. “Cuando la pude sacar sentimos un olor putrefacto muy fuerte y vi varias lombrices”, narró la mujer más joven al diario El País el 9 de noviembre.
Aunque en ese momento no abrieron la bolsa, el olor hizo que las mujeres sospecharan que se trataba de los restos de un ser vivo y, por si acaso, decidieron llamar a la policía. Esa fue la primera escena de un hecho macabro. Lo que se halló dentro de la bolsa que obstruía el desagüe fue la pelvis de Jessica Silva Montero, de 27 años, que estaba ausente desde hacía tres días. Al otro día aparecieron dos bolsas más con la cabeza, los miembros inferiores y el torso de esta mujer. Las segundas bolsas estaban en la boca de tormenta de enfrente. Al tercer día hallaron más restos en otro desagüe frente a un jardín de infantes, a cuatro cuadras de allí.
La mujer era adicta y tenía relación con la banda de Los Segales, liderada por Mauro Segales, que desde noviembre se encuentra imputado. El nombre del narcotraficante está en la mente de todos los vecinos de Peñarol, pero a la hora de pronunciarlo el tono de voz pasa a ser casi un suspiro. Según fuentes de la policía, muchos de los 16 homicidios que ocurrieron en 2022 los planeó él. Jessica había sido testigo de uno de ellos y le dijo a la policía que quería declarar, según explicó una fuente de la investigación que pidió no ser identificada. Por eso, la hipótesis que maneja fiscalía es que la banda planificó el homicidio para asegurarse de que no hablara. Así, la mataron y se ensañaron con su cadáver. Luego, esparcieron sus restos por las calles de Peñarol como si se tratara de un animal.
“Esto era un paraíso, un barrio humilde, laburador, ponele que había algún que otro robo o rapiña, pero no como la violencia de ahora, que matan a una persona y la cortan en pedacitos. Esas son cosas que ves en las películas. No es de acá, no es de Uruguay”, dice Silvio Nero, empleado de un taller mecánico de Peñarol.
Con respecto a este crimen, hasta el momento solo hay una persona imputada: una mujer de 28 años a quien le encargaron tirar las bolsas en las bocas de tormenta. Se pudo saber lo que pasó por medio de cámaras de videovigilancia y por eso se formalizó la investigación de esta mujer por encubrimiento. Ella iba acompañada por su pareja, de 36 años, que también fue interrogada, aunque la policía decidió liberarla.
Después del horror que sembró el caso de Jessica Silva Montero, un vecino describe la impotencia que se vive hoy en Peñarol: “El que mete la pata y habla, que vaya aprontando el ataúd”.
Redacción:
Maite Beer
Colaboración:
Agustina Centurión, Joaquín Pérez del Castillo y Juan Ignacio da Silva